20.9.11

Pequeña finca abandonada



























Nuestra segunda visita del día fue una pequeña finca no muy lejos de la ciudad. Nos costó un par de vueltas al perímetro darnos cuenta de que saltar no era una opción, hasta darnos cuenta de que la puerta principal estaba abierta, sólo sujeta con una piedra para que el viento no se la llevase.

La entrada daba paso a un patio principal alrededor del cual se articulaba la gran mayoría de estancias de la casa.



Lo más llamativo fue el enorme tractor que se guardaba en el cobertizo principal. El antiguo Ebro de color azul tenía aspecto de no haber salido de su refugio en mucho tiempo.



En una pared cercana estaba este curioso accesorio, probablemente para esparcir semillas arrastrado por el tractor. Allí apoyado parecía más el juguete con ruedas de algún gigante.



Cerca del tractor encontramos el pozo. Aunque parecía cegado aún conservaba el arco y restos de la polea usada para sacar el agua originariamente. En la parte de atrás también encontramos tuberías para sacar agua mediante una bomba, bastante más práctico que con un cubo.



En el fondo encontramos varios almacenes llenos de trastos viejos e inservibles. Botellas rotas, herramientas oxidadas e incluso un viejo futbolín de plástico. Este no era uno de esos sitios en que la gente se ha ido dejándolo todo tal cual.



En el extremo opuesto encontramos un pequeño taller con una chimenea. Puede que antaño fuera incluso una pequeña forja, pero con todos los trastos que había por allí era difícil precisar mucho.



Algún detalle macabro sí que llamó nuestra atención, aunque poco más.



Tras explorar el patio nos dirigimos a la zona utilizada como vivienda. En la planta baja no quedaba prácticamente nada de interés, así que nos dirigimos al segundo piso, no sin antes comprobar que la escalera seguía en buen estado.



Desde luego la escalera era curiosamente larga y oscura, y acababa justo en mitad de un largo pasillo.



Tampoco allí había mucho de interés. Habitaciones vacías casi por completo en la mayor parte de los casos salvo algunas excepciones, como este sofá.



En el caso de la cocina lo único que quedaba era este frigorífico. Aún así, lo que más llamaba la atención eran las dos capas de papel pintado en las paredes, cayéndose a trozos en varios puntos.



Otro detalle que llamó nuestra atención era la textura de la madera pintada de verde de la salida a la terraza (se puede ver dicha terraza arriba en la foto del patio). Hubo que hacer las fotos relativamente rápido porque en el exterior había un buen número de avispas con pinta de no tolerar demasiado bien las visitas.



Una vez revisado toda la vivienda volvimos a la planta baja, pero esta vez a la parte trasera. Allí había otro patio mucho más grande que el anterior, aunque en este caso estaba comido prácticamente por la vegetación. Alrededor, lo que debieron ser cuadras para ganado, apenas un techado y muros para separar los habitáculos. En una esquina, en la penumbra, esta vieja cuna. Por suerte no hacía viento como para moverla. Hubiera sido… Inquietante.



En resumen, uno de esos abandonos que muchos pasarían por alto. Lo bueno es que al ser de los primeros del día lo coges con más ganas y al final acaba siendo una visita medio decente desde el punto de vista fotográfico.

6.9.11

Cine de pueblo abandonado.

Organizas una “quedada”, ves como una gente no puede venir y como otra se va cayendo poco a poco… Lo más normal del mundo. Pero si andas con ganas de hacer fotos y ver sitios nuevos, lo que antes era “quedada” acaba convirtiéndose en “eh, tío, vámonos a hacer fotos tu y yo”, que se resumen en un fin de semana de lo más productivo.

El primer ejemplo y más llamativo es este pequeño cine de pueblo. Abandonado y cerrado a cal y canto hace ya unos cuantos años y abierto gracias a las pesquisas y habilidad en el arte de las relaciones públicas del Sr. Nano. No vengáis a pedir la localización otra vez… Me temo que lo último que quiere el dueño de esta joya es tener legiones de curiosos cada fin de semana pidiendo la llave del lugar.

Los sitios cerrados y conservados tienen un encanto difícil de superar. No sólo es la falta absoluta de pintadas o destrozos, sino ese aire de tiempo detenido que tanto nos gusta y tan difícil es de hallar. Para muestra un botón: una vieja radio y un voltímetro.



El bar del cine es lo más opuesto a la gigantescas barras de los multicines que ahora se pueden ver. Apenas tres metros de largo, sitio para un pequeño frigorífico y poco más. Las cajas de refrescos y cerveza aún están en una esquina.



El vestíbulo era más bien pequeñito, pero aún conserva unos cuantos viejos carteles de películas de la época del destape. La puerta doble del fondo era la entrada desde la calle, la verde a la derecha el acceso a la sala y la de la izquierda la de la taquilla.



La taquilla era poco más que un diminuto cuartito en el hueco de las escaleras que llevaban a la planta de arriba. Había tan poca luz que tuve que tirar la foto iluminando con la linterna el techo.



Las sillas no estaban allí originalmente, sino que son varias filas de asientos de la sala, desprovistos de todo el tapizado, cojines y ornamentos.



Este viejo baúl guardaba los afiches de las películas. Estas fotos con escenas de las películas servían como publicidad para convencer al público de las bondades de las películas y tentarles a comprar una entrada. Había afiches de viejas cintas del destape bastantes desconocidas, como “El Periscopio”, con Barbara Rey en la foto (a la izquierda) o de clásicos de aventuras, como “El Conde de Montecristo” (a la derecha). La que asoma por debajo era de “Estoy con los hipopótamos”, de Bud Spencer y Terence Hill.



El patio de butacas estaba lleno de polvo y sólo iluminado por un par de altos y pequeños ventanales a los lados. Por suerte aquel día lucía el sol, si no hubiera sido bastante difícil fotografiar sin hacer exposiciones larguísimas.
Viejas mantas y sábanas cubrían algunos de los sillones. Supongo que antaño trataron de conservar la tapicería, pero ahora están amontonadas en las sillas junto al pasillo central.



Aquí las filas de los mancos. ¡Si los asientos pudieran hablar! Serían historias no aptas para niños, desde luego…



Al fondo, la puerta doble para la salida del cine, directamente a la calle.



Desde el “gallinero” se puede apreciar el patio de butacas y las pequeñas aperturas a la derecha que permitían a la luz del proyector llegar a la pantalla.



Justo antes de la sala de proyección estaba la sala del proyeccionista. Estos trastos servían para rebobinar las enormes cintas de celuloide con la sola ayuda de una manivela.



Para cosas curiosas este montón de papelitos enganchados a un clavo en la pared. Eran las fichas de proyección, que incluían el título, el número de bobinas dependiendo de la duración, o si la película venía censurada o no.



La sala de proyección era bastante pequeña. Apenas un pequeño taller donde trabajar con las películas y manejar los rollos de cinta. El cajón era el amplificador que se usaba para el sonido de las películas.



Pero la joya de la corona era el enorme proyector. Aún hoy, a pesar del polvo y la falta de aceite, daba la impresión de que podría ponerse a proyectar con una bombilla nueva y un buen engrase. Era sorprendente lo grande que era para tratarse de un cine tan pequeño con una pantalla de relativamente reducidas dimensiones.



Para finalizar mi foto preferida del lugar. Seguro que los más viejos del lugar reconocerían el contenido de la cinta de la foto. Era la cuenta atrás que salía antaño antes del comienzo de las películas. Como han cambiado las cosas, ¿verdad?



Salu2!