Un sorprendente bar de pueblo.
Madrugón, viajecito en moto hasta la periferia madrileña, caras conocidas y otras nuevas. Así empezó una de esas quedadas de un par de días que tanto nos gusta hacer.
Por delante unos cuantos bostezos, un millar de kilómetros, aún más risas y unos cuantos abandonos, para no perder la costumbre.
Tras un buen puñado de kilómetros el GPS marcaba desvío. Unos pocos kilómetros más y llegamos a nuestro punto de encuentro: una vieja cementera abandonada (que, irónicamente, no visitamos). Allí habíamos quedado con un puñado de “nativos” de esos que conoces por un “nick” en internet y a los que siempre alegra poder ponerles cara por fin.
El primer sitio que íbamos a ver era un bar. Dicho así suena bastante soso, pero el lugar al que daba acceso la puerta verde sorprendió a más de uno, incluyendo al que escribe.
El bar era poco más que una sala grande con una barra. Eso sí, el ambiente era totalmente setentero y con cierto aire “country” por la profusión de madera. La impresión no era en absoluto desacertada, ya que en sus buenos tiempos hasta había colgado de sus paredes cocodrilos disecados.
Tras la barra no quedaba mucho. Frigoríficos y otros enseres no quedaban más que en la imaginación. Salvo un fregadero y algunas pegatinas poco había que ver.
Tras la barra encontramos los típicos servicios de bar, bastante pequeños y estropeados. Ni siquiera conseguí hacer alguna foto decente dentro porque el trípode chocaba contra todo y casi no había ángulo de visión.
Junto a la cocina, de la que había desaparecido hasta la chimenea, había varias habitaciones prácticamente vacías, sin contener más que algún colchón viejo y bastante basura (bolsas, papeles, restos de comida…)
Es posible que en un pasado fueran habitaciones para dormir, probablemente la casa de los dueños del bar. No había un salón propiamente dicho, pero teniendo un bar, ¿Quién quiere un saloncito para ver la tele? Lo que sí había era un cuarto de baño bastante más grande que los de hombres y mujeres del bar, incluso con una pequeña bañera.
La parte más sorprendente de aquel “bar” estaba en su parte trasera. ¡Nada menos que un teatro con cine!
A aquella hora el sol estaba bastante alto, pero no tanto como para que los rayos de luz que entraban por las altas ventanas no dieran bastante juego. Hubo que hacer cola con el trípode para poder hacer fotos sin el resto de gente cruzándonos por medio, y levantar bastante polvo para conseguir el efecto de los rayos de luz, pero viendo los resultados estaba claro que valió la pena la espera.
Del mobiliario poco quedaba. Lo más llamativo eran las viejas hileras de butacas de madera. Tenían un aspecto de lo más incómodo, aunque resultaban sorprendentemente anchas.
En la parte de arriba estaba la sala de proyección, de la que no quedaban más que las pequeñas ventanitas para permitir el paso de la luz del proyector, y algunos cables viejos y arrancados donde estaría el equipo de amplificación de sonido. Aún así, la vista desde arriba de la sala valía el pequeño riesgo de subir por las desvencijadas escaleras.
Lo más sorprendente del sitio era la poca cantidad de pintadas que tenía. Sólo en el patio y en el teatro eran más abundantes. En otros lugares aún se había respetado alguno de los murales que había. No es que fueran una maravilla del arte pictórico, pero desde luego bastante mejores que las pintadas más recientes.
Resultó el típico lugar que estando solo te recorres y fotografías en poco más de una hora, pero entre la compañía, las bromas y conseguir que el sitio pareciera vacío y abandonado en las fotos en lugar de repleto de vociferantes exploradores nos llevó bastante más tiempo. Aunque pasó volando. Cosas de pasártelo bien.