29.1.07

Colaboraciones: Canfranc, la última estación.

Casi ocho horas después de haber abandonado Barcelona-Sants, llego a Canfranc, cansada tras el largo viaje, aunque expectante por ver cómo marchan las obras de la Estación Internacional. He tenido que ir hasta Zaragoza-Delicias, y de allí coger un regional (¡de dos vagones!) que no supera los 70 km/h. A medida que se aleja de la capital aragonesa, el tren recorre montañas cada vez más escarpadas, siguiendo siempre el curso del río Aragón, que destaca, turquesa, sobre el verde pino de los valles. En mi vagón viajan otras tres chicas más jóvenes que yo, y un hombre mayor al que me ha sido imposible verle la cara, pues se refugia tras El Heraldo de Aragón. A ratos un águila nos acompaña, sobrevolando el tren a poca distancia. La vía se hace cada vez más angosta, y de vez en cuando el tren, azotado por las ramas de los árboles que bordean el camino, parece quejarse al tomar una curva o internarse en un túnel.

Canfranc, última estación. Desciendo del tren, atravieso las vías, oxidadas y pobladas de maleza, y observo cómo el último rayo de sol se esconde tras las montañas, en cuyas cimas reluce todavía algo de nieve. A pesar de estar prácticamente en ruinas, la Estación Internacional de Canfranc conserva un aspecto majestuoso. Me quedo allí un rato contemplando el edificio, mientras oigo el rumor inconfundible del agua: es el río Aragón, que corre a pocos metros de donde yo me encuentro. Tuvieron que desviar su curso para poder construir la estación.



Encajonada entre las montañas, la estación se alza, imponente, como surgida de la nada. ¿Por qué construirían una terminal de tan grandes dimensiones en un lugar tan remoto como aquél? Me recuerda a la Gare d’Orsay de París, con su estructura simétrica, sus muros de hormigón, sus vidrieras, su decoración clasicista, su tejado de pizarra y la marquesina metálica que cubre la planta baja. El edificio, de unos doscientos cincuenta metros de longitud, está flanqueado por dos torreones y dividido en tres alturas. El sol se refleja sobre el tejado de la inmensa cúpula central. La puerta principal, sobre la que todavía se conserva intacta una gran vidriera, permanece ahora cerrada. Daba acceso al vestíbulo, que está actualmente en obras.


Recorro el edificio con la mirada, sin prisas, fijándome en los detalles más nimios. En la planta baja se hallaban las dependencias del vestíbulo, el restaurante del Hotel Internacional, los servicios de correos y telégrafos, la aduana española, la francesa, y los servicios médicos. Las puertas de color verde están ahora pintarrajeadas con graffitis, como también lo están las pilastras que aguantan la marquesina metálica que cubre el andén. En la primera planta, antes destinada a las habitaciones del hotel, se abren, según dicen, 365 ventanas, una por cada día del año. Los cristales, cuando los hay, están resquebrajados y los batientes de madera penden de sus goznes, bamboleándose con el viento. Las ventanas de la segunda planta, más pequeñas, daban a las viviendas que servían como alojamiento a las familias de los empleados de la estación. Una cornisa decorada con diversos motivos, que no logro distinguir desde la distancia, separa ambas plantas. En el tejado faltan unas cuantas tejas de pizarra.


No puedo abarcar con el objetivo de mi cámara de fotos la estación entera; para ello necesitaría un gran angular. Me acerco entonces al andén, sorteando las vías invadidas por la maleza y procurando no tropezar con las traviesas movidas de sitio. A mi izquierda, un letrero en el que está escrito CANFRANC en letras blancas sobre fondo azul da la bienvenida a los viajeros. Otro rótulo indica en español y francés dónde estaba la sala de espera y, pocos metros más allá, la oficina del jefe de estación. En la pared cuelga un reloj con las manecillas rotas, interrogando al vacío. A mi derecha una parte del andén ha sido vallado. “No pasar”, leo. A través de las cristaleras de las puertas puedo vislumbrar el interior en obras.



Doy la vuelta al pabellón. El espacio de las vías centrales que separa la estación propiamente dicha de los hangares también está vallada. Los cascotes de las paredes derribadas se apilan en los andenes, junto a dos excavadoras y un camión. Un andamio cubre parte del edificio, pero no hay ni rastro de los obreros. El único ser viviente es un gato que se escabulle entre los escombros nada más verme. Junto a un árbol descansa un desvencijado vagón de tren, maltratado por la lluvia y el viento. Conserva parte de sus paredes de madera pintadas de verde, pero los asientos han desaparecido. La hierba crece entre las ruedas.


A poca distancia están los hangares, donde se conservan varios vagones, unos de madera, otros, más modernos, de estructura metálica. RENFE. COCHES-CAMA, leo en uno de ellos. Me asomo a su interior: está sembrado de vidrios rotos y astillas. Me aventuro por el pasillo, que recorro hasta el final, entrando en algunos de los compartimentos. La humedad ha desconchado las paredes; un espeso manto de polvo cubre los asientos. Me parece percibir un movimiento. No: soy yo, reflejada en el espejo de un lavabo. Desciendo del tren y me dirijo al fondo del hangar, donde una silla con su mesa esperan eternamente a que alguien les devuelva su uso.



Salgo de allí. Más vagones, pintarrajeados y en mucho peor estado que los del hangar: “Laura, te quiero”. “Gora ETA”. “Manu y Silvia, 21/09/1998”. Una “A” anarquista. Intento subir a uno de los vagones, pero el peldaño de madera cede bajo mis pies. Decido entonces recorrer las vías: una, dos, tres... cuento hasta once... sumadas a las que había en el lado español, deben de ser más de veinte en total. Sigo las vías hasta que pierdo la estación de vista. Me interno entonces por el bosque, siguiendo el Paseo de los Melancólicos, desde el que se puede obtener una panorámica del complejo ferroviario. Desemboco en la boca del Túnel del Somport. “PELIGRO”, avisa un cartel. “Trabajos de voladuras. Acceso prohibido a personas no autorizadas”. Saco una foto de la entrada del túnel: se me acabó el carrete. Mientras se rebobina, hago memoria de lo que sé sobre la historia de la estación, que he leído en el magnífico libro de Ramón J.Campo El oro de Canfranc.



La edificación de la Estación Internacional a principios del siglo XX forjó el mito de Canfranc. Está ubicada en el valle de los Arañones (en el Pirineo aragonés), a 1.195 metros sobre el nivel del mar, en un paraje de extraordinaria belleza. Canfranc (del latín “Campus Francus”) nació como pueblo fronterizo en el siglo XI. A finales del siglo XIX, Francia y España idearon la construcción de una línea de ferrocarril que uniera ambos países. Dado que la distancia entre raíles en las vías francesas y españolas no era la misma, fue necesario construir una estación con dos andenes (el francés y el español) para que los viajeros pudieran cambiar de tren. Las obras de cimentación de la Estación Internacional comenzaron en 1910, pero no se acabaron hasta 1925, debido a las numerosas dificultades que se presentaban. La estación, una de las mayores y más audaces obras de ingeniería de la época, fue inaugurada el 18 de julio de 1928 por el presidente de la República Francesa y por el rey español Alfonso XIII, quien, al verla, exclamó: “¡Ya no hay Pirineos!”. El tren representaba el triunfo de la inteligencia y del esfuerzo humanos.


Durante la década de los treinta, la estación conoció una época de esplendor: contaba con una aduana y un hotel internacionales siempre concurridos. Cuando las tropas de Franco ocuparon la zona durante la guerra civil, construyeron un muro para impedir que los republicanos huyeran a Francia. Años después se reabrió el tráfico de mercancías: por allí pasó el wolframio que España exportó a la Alemania nazi, a cambio de opio y del oro expoliado a los judíos, que llegaba a España después de haber sido blanqueado en Suiza. Desde Canfranc, el oro era transportado en camiones suizos hasta Madrid y Lisboa (Portugal, entonces gobernado por Salazar, también tenía un acuerdo con Hitler). Durante el régimen de Vichy, mucha gente cruzó la frontera hispano-francesa por allí, mientras la bandera nazi ondeaba en el andén francés. El administrador jefe de la aduana francesa, Albert Le Lay, estaba al frente de una red de espionaje de la Resistencia. Le Lay montó una línea de evasión hacia España para prisioneros de guerra y pilotos derribados por los nazis. La GESTAPO acabó descubriéndole, por lo que tuvo que huir del pueblo pero, una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, volvió a Canfranc.


En 1970, un tren francés descarriló en el puente de L’Estanguet, que quedó totalmente destrozado. La SNCF (la compañía de trenes francesa) nunca reparó el puente y, desde entonces, ningún tren francés ha parado en Canfranc. El Hotel Internacional cerró en 1982 por falta de clientes. La terminal, hoy en ruinas aunque en proceso de restauración, sólo recibe un tren (“el Canfranero”) dos veces al día proveniente de Zaragoza. “El Canfranero”, por otra parte, alcanza una velocidad máxima de 70 km/h, por lo que el recorrido entre Huesca y Canfranc, unos 100 km, toma más de tres horas.


Los vecinos de Canfranc se han manifestado en diversas ocasiones para pedir la reapertura de la línea ferroviaria que unía Francia con España, pero de momento su petición ha sido desoída, incluso cuando se presentó en las Cortes españolas. En el año 2002, el edificio de la estación fue declarado Bien de Interés Cultural por el Gobierno de Aragón.


La municipalidad de Canfranc-Estación data de 1944, cuando, tras el devastador incendio que destruyó la mayoría de edificaciones de Canfranc-Pueblo (a unos cinco kilómetros valle abajo), los vecinos tuvieron que trasladarse junto a la estación, y construir allí sus casas con el dinero de sus bolsillos, ya que el gobierno de Franco se negó a hacer aportación alguna.


Las dependencias desiertas de la estación, los vagones destartalados abandonados en las vías, la maleza que crece entre las traviesas de tren, etc., hablan de un pasado que los vecinos se empeñan en no olvidar: están las viejas historias sobre los republicanos y sobre el oro nazi, pero también están las historias anónimas que no han pasado a la Historia –con mayúsculas-: la tensa espera de una persona querida, un último abrazo, el feliz encuentro de dos amantes, una amarga despedida...


Canfranc, última estación.


-Alejandra de Leiva- (aledeleiva@yahoo.es)

8 comentarios:

Esperando al tren dijo...

ESPECTACULAR!!! Me ha encantado la entrada, especialmente la redacción en primera persona. Espero que sigas visitando muchos más lugares y que los envíes a Abandonalia para que podamos leerlos. Eso sí, una minúscula pega... ¡hazte con una cámara digital y haz MILES de fotos! :-p
Un saludo y gracias por el artículo.

felipe dijo...

Interesante, y muy bien descrito. Gracias.

ricmartinez dijo...

Gran post. Espero que la estación de Canfranc se mantenga viva siempre, y no sólo por estas historias tan maravillosas como las que has contado tu.

Unknown dijo...

hola
Si quereis ver una exposición sobre el abandono y con la estación de Canfranc como eje central id a verla durante todo el mes de marzo a

The Glass Bar
Paseo Picasso, 20
- El Born - Barcelona

Tambien podeís entrar en la página de la autora

www.sarabernuy.com

Anónimo dijo...

Gracias por vuestros comentarios. No me perderé la exposición en el Glass Bar!
Un saludo.

Ciercita dijo...

hola! te hemos puesto una historia sobre la estación en esta entrada:
http://abandonalia.blogspot.com/2006/08/la-estacin-de-canfranc-ya-no-est.html

esperamos que os resulte igual de interesante que la que has puesto tú aquí. Un saludo :)

Anónimo dijo...

impresionante!!!! yo fui hace 5 años(con 11) y llege de noxe, aparecio a mi derecha entre unos arboles como un fantasma...
muchas gracias, con tu recreacion me has hecho recordar ese sentimiento inexplicable que se siente al verla por primera vez.
gracias, mil gracias

JoeB dijo...

Me encanta tu redacción. Yo estuve el año pasado hospedado durante una semana en el hotel de enfrente. Y le dediqué dos tardes enteras a recorrerla toda por dentro. Com Aparejador, veo la construcción de un valor increible. Y como amante de lo misterioso me encanta el poder entrar a los vagones abandonados, a las edificaciones que complementan la estación, y pasear por las vias entre el silencio del bosque y el misterio de un atardecer cuando se pierde el sol. De los mejores sitios en que he estado. Felicidades por el blog. Sigue así, ya tienes un seguidor mas.